A la hora de almuerzo salí a comprar unas galletas para sobrellevar el día y me dio por mirar a las mujeres mayores para fantasear un poco sobre quiénes fueron hace 40 años y poder hacerle frente de la mejor manera a esta reseña. Mirarles la ropa es un buen comienzo –pensé- pero luego quise ir más lejos con una en particular que, a mi vuelta a la oficina, caminaba a paso lento unos cuantos metros más adelante. Era rucia, de pelo corto, falda y por detrás parecía bastante distinguida. “La voy a oler” me dije decidida y apuré la marcha hasta encontrarme justo detrás de ella. Lamentablemente, en mi decidido afán de saber a qué olía la señora me acerqué más de la cuenta y se dio vuelta muy asustada, pensando que era yo una suerte de asaltante robavijeas y con asco me dijo ¡qué está haciendo, pelafustana! Y entonces no pude hacer mucho más que cagarme de la risa, pedirle disculpas e inventar un descuido que casi me hizo tropezar con ella. Pero no la convenció mi explicación y se lanzó sin ningún cuidado a cruzar la calle.
Casi la atropellan, pero en verdad no sentí mucha culpa de su cuasi accidente ya que la forma tan despectiva en la que me habló me hizo recordar a una tía abuela en segundo grado que era mega pinochetista e integrante de CEMA Chile y así me dio el temple que necesitaba para redondear mis impresiones respecto del libro de Alejandra Matus, Doña Lucía, La biografía no autorizada.
Lo primero que se me viene a la cabeza es justamente eso, la sensación de risa que provoca la caricatura y no digo con esto que el libro realice una caricatura de Lucía Hiriart, pero el juicio formado durante años puede más que el trabajo periodístico de un libro que nos acompaña por el tiempo de lectura. No puedo dejar de pensar a Doña Lucía como una vieja de mierda, pituca, venida a menos, como si fuera un personaje de un libro de José Donoso que me encontré en una casa gigante y abandonada en Providencia, con olor a pipí de gato y naftalina.

Lo otro que hay que destacar del libro es la imagen de Agustito. Queda como el forro porque a través de la historia nos damos cuenta de que el tipo no tenía mayores aspiraciones. Era mediocre, en una oportunidad salió como última antigüedad en sus estudios, era apollerado de su madre, la mujer lo trataba pésimo, lo ninguneaba y era macabeo. En resumidas cuentas: un pobre hueón. Y entonces uno puede llegar a la conclusión de que no fue nada más que un genocida víctima de sus circunstancias. Que él no quería, pero tenía tan poca voluntad, que tuvo que hacerle caso a su mujercita o lo hacían dormir con el perro. Y entonces me vuelve la sensación de risa, porque si hubiésemos sabido de esa intimidad doméstica, quizás, si alguien le hubiese hablado fuerte y le hubiesen pegado un buen paipazo, hasta ahí nomás llegaba la dictadura, la tortura, las desapariciones y todo lo que ya sabemos.
El tema es más grave de lo que digo en esta breve reseña, eso está claro. Pero a más de 40 años del golpe, creo que también es sano mirar hacia atrás, a través de estos ejercicios de memoria para entendernos un poco más a nosotros mismos y a la vida con sus rarezas, con un poco de sentido del humor. Humor negro, negrísimo. Pero si hasta el día de hoy no hay justicia y los milicos no sueltan la información, y los torturadores están en cárceles de lujo y las madres y esposas de los desaparecidos se mueren de viejas, sin respuestas; si Chile entero está dispuesto a llevarse los secretos de la dictadura a la tumba y no hacer nada al respecto, entonces no podemos tomarnos en serio.
por Angela Barraza Risso (facebook)
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