Leo Cronopios. Leo Famas. Pienso en Sherlock.
Era una compañera de curso, de cuando estudiaba
Filosofía en la USACH. Ella decía que era de un origen muy humilde y eso lo
menciono porque está vinculado con el origen de su nombre.
Según ella, su mamá tenía -como único tesoro-
un libro de Arthur Conan Doyle que se llamaba “El Sabueso de los Baskerville”. Con
ese libro aprendió a leer y también lo usó para enseñarles a sus hijos ya que
no pudo darles educación a todos. Y guardó ese nombre (Sherlock) para la
primera de sus hijas ya que en un matinal había escuchado que los nombres
determinaban a las personas en suerte y forma de ser. Su mamá había ensado en
lo difícil que resulta ser mujer en Chile y sabía que si tenía una hija, ella
iba a necesitar mucha inteligencia para sortear los designios de su clase y su
género y ese nombre se lo puso como su mejor herencia. Sherlock cumplió con las
expectativas de su madre, respecto del nombre. Fue un ratón de bibliotecas y
acumuló todo el conocimiento posible, lo que la volvió pedante e insoportable
para el resto de sus compañeros.
Pero ya en la universidad no pudo –o no quiso-
mantenerse al margen de lo que estaba pasando a su alrededor. Comenzó por ir a
los pool. Sola. Se sentaba a mirar como jugaban sus compañeros y usó toda su
inteligencia para aprender la lógica del juego. Ocupaba el poco dinero que
conseguía ganar gracias a sus ayudantías para practicar cuando ya se habían ido
todos y en dos meses de práctica consiguió llegar un día a desafiar a dos de
sus compañeros más “populares” a un pierde-paga. Demás está decir que ganó ya
que en su juego aplicaba todas las reglas de la geometría y la física para
darle efectos a las bolas y dejar pillos a diestra y siniestra sobre la mesa.
Era realmente seca.
Gracias a sus estudios desarrolló un juego
impecable, lo que la volvió de temer entre los demás habitués del pool de la
Av. Ecuador y junto con eso, se volvió una celebridad en los pastos y tema
obligado en los carretes.
Más encima, Sherlock tenía una habilidad que
descubrió gracias al hambre y a unas cuantas mandarinas. Podía contraer y
relajar su garganta a voluntad y tenía tal dominio de sus músculos, que podía
ingresar cosas a su boca, llevarlas hasta la mitad de su garganta y luego
devolverlas a la boca con una facilidad sorprendente. Y un buen martes (que
eran sagrados, junto a los jueves para el pool) se le ocurrió celebrar su
tercera mesa ganada en el día, gritando ¡Me como las bolas! y tomó la última
bola echada de la caja de madera que colgaba en la muralla y se la echó a la
boca, a vista de todos. La llevó hasta la mitad de la faringe y luego la trajo
de vuelta a su boca y cuando sucedió eso, todos estallaron en una gritadera y
aplausos que la dejaron en las nubes.
Sherlock al fin consiguió el aprecio de sus
pares a pesar de que odiaba conversar con ellos porque estaba segura –lo había
comprobado- de que todos eran unos imberbes.
Y he aquí la reflexión sobre la integridad
moral de los Cronopios que los Famas envidian y Las Esperanzas no entienden
(porque son unas bobas). Pasó que Sherlock se encegueció con la fama, que
comenzó a tener seguidores, que le sacaban fotos, le invitaban cervezas y eso
se volvió una motivación extra para cambiar sus horas de estudio por horas de
práctica en el pool y su técnica fue perfecta. Llegó un momento en el que ya
nadie se atrevía a jugar con ella y se tuvo que conformar con hacer
demostraciones de destreza, hasta que un buen jueves recibió un desafío de un
estudiante de obstetricia que se negaba a jugar con ella ya que, según él, las
mujeres en el pool sólo cumplían una función decorativa. Ninguna de ellas
jugaba en serio. Pero luego comenzaron a decirle que no jugaba con Sherlock
porque le tenía miedo y Felipe no podía ver mancillado su honor y mucho menos
cuestionado su desempeño en el juego. Por eso llegó junto a sus compañeros de
carrera, y unos cuántos más de filosofía, para retarla a cinco mesas. Ella, que
ya había tomado su par de cervezas, -mientras le enseñaba a otra compañera a
Jugar- lo miró con cara de loca. Dio una risotada que más se asemejó a un
relincho y le dijo ¿Cuánto apostamos? Demás está decir que quedó la cagada y
que de a poco el pool se fue llenando con la facultad de humanidades en pleno.
Ese día se hicieron apuestas –en su mayoría por Felipe a ganador- y el juego
completo duró un poco más de dos horas y media.
Sherlock perdió la primera mesa. Ganó la
segunda a punta de pillos y la tercera estaba brutalmente pareja, al extremo de
que quedaron peleando la quince y al final la cambiaron por otra mesa, la que
Sherlock ganó y luego Felipe se repuso con la cuarta. En la última mesa, ambos
estaban muy cansados (borrachos) y cuando Sherlock vio la oportunidad, dio un
golpe magistral con el que se echó la nueve y la quince, ganando la mesa.
Fue tan increíble, tan gutural, tan siniestro
el grito de triunfo que dio Sherlock, que a todos nos dejó helados por un par
de segundos y luego estallamos en aplausos. Mientras pagábamos nuestras
apuestas ella gritaba ¡Me como las bolas! ¡Me como este juego! y a vista de
todos alzó la blanca para que la viéramos. Ante el gesto de ella, varios
compañeros comenzaron a hacer redoble de tambores con sus manos en las mesas
porque significaba que haría su show de tragarse la bola. Todos gritamos como
locos, la vimos llevarse la blanca a la boca, bajar hasta su garganta y yo
corrí la vista, ya que odiaba ver el bulto bajo su mentón. Me daban ganas de vomitar,
me dolía no sé por qué. Pero algo fue diferente ese jueves. La bola no volvió a
su boca. Tampoco pasó a su estómago. Se quedó ahí, inmóvil, mientras Sherlock
se volvía azul a vista y espanto de todos. Se quedó así para siempre en la
memoria de los que estuvimos ese día y no supimos qué hacer.
Fue así como me enteré después de que la bola
blanca es un poco más grande que el resto. Para que pueda ser devuelta al juego
en las mesas profesionales, por un canal distinto del de las demás bolas.
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