Pocas veces he conocido autores tan apasionados como Medo, con esa locura en los ojos que te hace decir ¡si! definitivamente estoy en presencia de un poeta, y lo supe cuando lo vi llegar de un encuentro en Ecuador a lanzar su libro Transtierros, que publicó en FUGA y que lanzamos de pura suerte en la FILSA. Estábamos en el Wonder Bar, minutos antes del lanzamiento y aparece enorme, de la mano de Ludy, y nos sentamos a conversar y fue flechazo inmediato. Yo quería esa pasión para hablar, esa propiedad que te da únicamente el oficio, esa fortaleza para decir cualquier cosa porque se prefiere mil veces estar en lo cierto, o totalmente equivocado, pero decir algo antes de ser un gueón tibio, o como bien dijo Víctor Jara, "ni chicha ni limoná". Y para ser así, supuse que el comienzo de aquello debía ser excepcional. Afortunadamente no me equivoqué.
Lamentablemente Maurizio se fue pronto de Santiago a su Arequipa, pero el vínculo, felizmente sigue y aunque a la distancia, también crece y crece también la confianza para hacerle mil preguntas así, a lo fan, que él responde siempre con afecto y con una generosidad a prueba de balas. Y cuando le pregunté por su primera experiencia de publicación, pues casi me fui de raja al leer esta carta ya que no quería que se acabara. Creo que es una de las más entretenidas que me ha tocado leer en mucho tiempo y me encanta compartirla acá, en ese afán de mostrarle, especialmente a los autores inéditos, otra de las experiencias de primeras publicaciones de autores a los que respeto profundamente y aprovechándome de la paciencia y del afecto, para que vayan viendo lo disímiles que son entre si, como experiencias particulares tremendamente enriquecedoras a la hora de comprender que no existe fórmula en la escritura y que, por lo tanto, tampoco pueden crearse falsas expectativas de fama en donde sabemos que no la hay.
Es el año, 1988 y ya no puedo. Hasta ese día, 13 de diciembre, había tenido que soportar una suerte de karma pues, lo digo ahora otra vez, comencé a escribir por una suerte de voluntad ajena, y aunque suene soberbio lo repito ahora, ya lo escribí en “El arribaje”, un par de años atrás: mi familia era un poema. Tuve un abuelo turinés —marqués de cuna, bisnieto de Emilio de Ventimiglia, quien –dicen- inspiró a Emilio Salgari para su personaje “El corsario negro”. Huyó de Italia después de la Segunda Guerra, debido a sus creencias políticas, luego de que las tropas aliadas lo liberaran horas antes de ser fusilado. Él fue uno de los líderes del movimiento partigano en el norte de Italia. Llegó al Perú, donde años más tarde tradujo al español el Tao te king e inició el estudio de las ciencias orientales en Latinoamérica. Tuve un padre croata, quien también llegó, pero traído a rastras por el suyo, desde la ciudad de Dubrovnik, cuando aún existía Yugoslavia. Desde que el viejo Pétar Medo, mi abuelo, pisó el puerto del Callao, Blajo –mi viejo- no tuvo otro sueño que conquistar Jauja, la tierra de oro. Si bien buena parte de su vida fue a contracorriente de los deseos de su progenitor –para muestra un botón: se doctoró en filosofía- finalmente abdicó y terminó sus días en la búsqueda del “gran negocio”-o con la idea de fabricar ataúdes de acrílico –esto no es metafórico- o con aquella de la industrialización de la cochinilla –cuando no se sabía bien qué diablos era la cochinilla. De más está decir que nunca la fortuna sonrió a sus esfuerzos. Mientras tanto, mi madre, italiana ella, nunca supo explicarnos a qué país pertenecíamos dentro de una casa donde se hablaba español, se gritaba en italiano y se insultaba en croata.
¿Ves? Mi familia era un poema, uno que me arrebataba la fe en el idioma, en un idioma, para hacerme creer más bien en otro, uno escrito en una lengua de babel. Si esto hubiera ocurrido en algún lejano punto de los Balcanes, sería fatuidad pura, pero, un momentito, te escribo desde “acá”, más específicamente desde el Perú, un país que, mientras yo crecía, iba reclamando para sí pertenencia, un sentimiento que no existía –y sobre el cual aún me asaltan las dudas.
Pero, Ángela, empecé a escribirte “es el año 1988” y perdí el hilo, debo de suponer que, entre estas líneas, ya había dejado de interrogarme con ansiedad adónde habíamos llegado. Aunque nací en Lima, lo confieso, siempre tuve la impresión de ser un “proveniente”, ni siquiera del otro lado, como sí era el caso de mis abuelos y de mis padres, sino desde una suerte de limbo o de mundo paralelo. La casa no me ayudaba. Sus confusas voces, también lo he dicho ya, hacían que todo resultara aún más complejo. Aparte de las tres lenguas (italiano, croata y español), mi nana, María Cruz García se llamaba ella, no dudaba en hacerme confidencias en quechua, su lengua natal. Un pandemónium. Pero, insisto, es el año 1988, y ahora estoy en la imprenta de Jaime Campodónico. Tengo en mis manos el manuscrito de un libro “Travesía en la calle del silencio”, dos años antes el mismo había obtenido el Premio Nacional de Poesía “Martín Adán”, pero esa es otra historia. ¿Sabes qué representaba ese hato de papeles mecanografiados? La conquista de un idioma, uno que, si bien en ese momento no se llegaba a vislumbrar, representaba para mí la tan ansiada ciudadanía. No te diré: la poesía se convirtió en mi patria. Primero porque no creo en una y, segundo, porque si lo hago (aparte de caer en una frase tan fome por su vacuidad retórica) estaría negando a mis raíces, las de ese poema uno que, como te dije antes, hablaba en español, gritaba en italiano e insultaba en croata.
En 1988 ese libro lo presentaron un amigo que sé, lo hablamos, publicará en FUGA!!, hablo de Róger Santiváñez junto a José Antonio Mazzotti. Era una época dura, quizá la peor para escribir poesía -¿hay alguna buena época para escribir poesía?-. Cinco años antes, la caída de los precios de los metales inició una preocupante crisis económica, reflejada en las dificultades para el pago de la deuda externa y un fuerte aumento de la inflación y la devaluación del sol, casi simultáneamente arreciaron los primeros fuegos de la guerra interna, que cesarían “oficialmente” en 1992. 1992 fue el año de la captura de Abimael Guzmán. Entre las fuerzas sediciosas y las fuerzas oficiales al mando de otro reo, el dictador Alberto Fujimori, dejaron 70,000 víctimas, entre muertos y desaparecidos. Por ello, los poetas de mi generación escribimos entre cadáveres. Toda esta situación generó más de una asamblea familiar, de aquellas en las que se habla mucho y no se acuerda nada. Había que migrar. Podía ser a Italia, aunque sin los fastos de las viejas propiedades. Yugoslavia aún nos ofrecía la vieja casa familiar. Justo cuando mi padre terminó de animarse para emprender el retorno –volveríamos a la casa de los enigmáticos Medo en Dubrovnik, se inició el conflicto armado entre croatas y bosnios. No hubo más Yugoslavia, la cagada. Mientras, Italia se vino abajo pues mi nonna, una vieja sabia, llegó a la conclusión de que aquella, la de sus recuerdos, nada tenía en común con esa del imperio de la Fiat.
Lo que te quiero decir es que no había más hacia dónde partir y, en un plano más íntimo, adónde pertenecer. Si el Perú desangraba herido por las huestes terroristas, Yugoslavia era una recién difunta. Había que encaminarse hacia algún “lugar” pero “mi” país no es un fácil, es bueno saberlo, mucho menos para un hijo de inmigrantes. Los hijos de inmigrantes crecemos a la par con la melancolía por lugares que, pese a quererlos, sabemos que no nos pertenecen, y que nunca sabremos cómo fueron en realidad. Lo que experimentaba, esto era muy profundo, no era nuevo, otros ya lo habían vivido y nos dejaron su testimonio. Por ejemplo el poeta Emilio Adolfo Westphalen, por cierto, este año celebramos el centenario de su nacimiento, escribió: Por mi situación de descendiente reciente de familia de tres emigrantes (de mis cuatro abuelos sólo mi abuela paterna había nacido en el Perú) me sentía como en cuarentena permanente, reo de no estar integrado y no compartir las tradiciones, mejor dicho, los prejuicios e intereses de las clases dominantes. Como él me descubrí un outsider dentro del concepto de una cultura, la peruana. ¿Cómo hacerme ahí de un espacio en dónde mantener “vivas” a las mías? Fue ahí que descubrí, y con todas las mezquindades de lo cotidiano, la importancia que tenía para mí la poesía. Había publicado, y con todo este rollo ya debo ir por el segundo libro (“Cábalas”), pero si algo había obtenido en esas páginas, escritas con letras chatas de aprendiz, fue un territorio, uno que me permitía ser un anfibio en mis culturas, uno donde ellas pudieran encontrarse y dialogar, generar sentidos aberrando incluso en la dicción o en su sonido –esto José Kozer, yo sé, lo puede entender muy bien, ¡saludos!. Pero esto no fue fácil. Al querer saber más sobre poesía peruana, y adentrarme en ella a través de la lectura, encontré en diversas antologías de bolsillo y fascículos coleccionables, todos llenos de erratas, fragmentos de poemas que versaban lo conocido desde un lenguaje más conocido aún, casi desde constelaciones de eslóganes. Yo buscaba otra cosa. Incluso me sentí más cercano a las letras que, en esos años (quizá los más fecundos para el rock en español) se podían oír a través de la frecuencia modulada: “tu imaginación me programa en vivo,/llego volando y me arrojo sobre ti,/salto en la música, entro en tu cuerpo… “cometa halley, copula y ensueño.
Por ello no es de extrañar que fuera a través del rock, y a su movida subterránea, que conociera a Róger, en aquellos años, manager del grupo subterráneo Leuzemia y yo, algo menor que él, aspirante a letrista de la diva María Teta. Decía que buscaba otra cosa pues en esos años el estilo conversacional, aquél de moda, no cesaba de introducir en los poemas los materiales más inmediatos: los sonidos de la calle, los murmullos de la ciudad o los recuerdos del terruño, mientras proclamaban por medio de manifiestos la decadencia de la poesía anterior. Creo yo, y esto explica un poco mi desánimo de aquel entonces, que uno busca en la poesía –en los poemas- algo que no sea totalmente la realidad –para eso están los diarios colgados como piernas de jamón en los cordeles de los kioskos. Quienes encendieron las primeras señales para poder aterrizar, y por ende escribir, en esa aldea fueron Martín Adán, Javier Sologuren, Emilio Adolfo Westphalen y luego Carlos Germán Belli. Tuve la dicha de conocer al primero y ser amigo personal de los otros nombrados. Gracias a ellos perdí, o mejor dicho, nunca me planteé la idea de una militancia generacional –una de las obsesiones de la crítica peruana. Incluso alguna vez me declaré abiertamente como “degenerado” (declaración que, a la postre, apareció en un periódico cuya página cultural era inmediatamente contigua a la policial, EL APÁTRIDA DEGENERADO, rezaba el titular y por la expresión del rostro que exhibía en la foto respectiva, cualquiera dudaba si mi presencia ahí era por mérito o por delito)
Tú lo sabes, en el Perú se escribe magníficamente pero esto no basta. Escribir “bien”, entre comillas no asegura una buena poesía. Los autores que rompieron el modo de lo conversacional al cual me refería antes, a ese de consignas sociales– Montalbetti, López Degregori, Chocano, son algunos- eran deportados a una especie de Guantánamo denominado “insularidad”. Y con todo esto, quizá excesivo, debo haber llegado ya al año 2003, cuando conocí a Ludy, unos 7 libros después, y a cuando decidí también seguirla hasta la ciudad donde vivía, Arequipa. Aquí nos casamos. Y fue aquí en donde me llegó la noticia de haber obtenido el Premio de Poesía “José María Eguren” y también donde descubrí que eso de los premios son burdas anécdotas, la mayor de las veces.
Poco tiempo después se me ofreció una pega muy rara: coeditar junto a un coterráneo tuyo una antología de poesía peruana –la idea de una “antología” nos disgustó lo suficientemente a los dos para convencernos de que, en realidad, lo que haríamos sería una muestra, una muestra sencillísima, de la que no quise formar parte, que rescatara algo de la enorme dignidad de la poesía peruana. No tiene nada de extraordinaria esta labor, la de una edición compartida por dos tipos que leen poesía, pero, ¿sabes qué?, lo que sí lo fue estuvo en el diálogo (a través de un obsesivo flujo epistolar, chorros y chorros de emails), en hacer conocer, y en poder conocer, otras tradiciones, y descubrir de que mi antiguo sentimiento (¿pertenecer o no pertenecer?) era una suerte de “Síndrome Crusoe”, que el solo hecho de escribir es ya un acto que se realiza contra la muerte y no, Ángela, ahí no hay soledad. Todo esto lo aprendí y lo compartí con Raúl Zurita, uno de mis más grandes amigos, ¿y sabes por qué?, porque en esta amistad no hay coyunturas políticas ni frases equívocas, no hay reflectores ni intereses de mercado, simplemente amistad, una fundada en la admiración mutua, recíproca, auténtica y fraterna. Raúl estuvo por aquí, lejos de las pasarelas (desde donde nos escupen aún los viejos poetas), sin flashes, y el tiempo resultó tan corto que decidimos jugarnos un “suplementario”, así ocurrió la primera visita que, luego, meses después, le hiciera allá en Santiago, la misma que se repetiría ya no sé cuántas veces. Así conocería a toda la banda de los “novísimos”, donde tengo amigos entrañables que, por cierto compartimos (Héctor, Paula, Pablito, Felipe, el “Grasa” Gómez), y los que despiertan la antipatía de terceros. Ellos fueron capaces de hacerme comprender que mi idea inicial, la de la escritura como un territorio –sin dónde ni cuándo- es tal vez la más legítima expresión de pertenencia. En otro viaje, en aquel en donde pude conocer al buen Eduardo Milán, fue que apareció “Manicomio”, gracias a Marcelo Montesinos.
La última vez que decidí ir a Santiago fue por culpa de la generosidad de ustedes, ¿cómo no estar presente en el lanzamiento de “Transtierros”? Esta pregunta era la que me repetía y repetía, cuarentaiocho horas antes, casi en la mitad del mundo, Ecuador, en la ciudad de Ambato, junto a Damaris Calderón y Héctor Hernández Montecinos. Y me la volvía a repetir cuando el hijoeputa del chofer de la van, que me transportaba de Ambato hacia Quito, me preguntaba qué tal era la ruta, dado que nunca había conducido por allí, una carretera en forma de serpiente, flanqueada de puros abismos. Y una vez más cuando me quedé varado, primero 3 horas en el aeropuerto de Quito, luego cuatro horas más en el de Guayaquil. ¿Cómo no estar?, me preguntaba otra vez, observando a Ludy ya dormida, mientras en el hotel yo esperaba, con un ojo abierto, otro cerrado, la llegada de Arturo para almorzar, aunque en realidad quien llegó fue Pablo Paredes. Y seguro me la hice muchas veces más, en la presentación, extraordinaria, de Paula Ilabaca, ya en la FIL; cuando, almorzando con Pablo, topamos con Raúl y Paulina; cuando, luego, estuvimos juntos los cuatro en aquel bar, tan dadaísta, con el gran Ernesto Lumbreras y, más tarde, ya exangües, mi mujer y yo, en el terrapuerto de Tacna, luego de pernoctar en Arica. Es importante comentar esto, perdona si me excedí en el formato, suelo hacerlo. Primero porque tiene que ver con la idea aquella de la poesía como un territorio, libre de fronteras –si de pertenencias se tratara, como en los dilemas de antaño. Segundo porque creo que la escritura, por terapia, ha de ir más allá de su tinta y celebrarse a través del contacto vivo. Y no sé. Ya perdí el rumbo. Quizá sea un síntoma de que necesito escribir con urgencia. Escucho mucha bulla: “poeta de culto”, “representativo” y “marginal”, bah, no me interesa. Necesito escribir con urgencia –te decía- y poder encerrarme del ruido, pero recordando, eso sí, y que te quede en claro, recordando siempre que los amigos son como palomas: si se van es para volver.
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